ROBERT BROWNING procedía de una clase media ilustrada; era modesto y flexible, a pesar de pertenecer al mundo de la City.
Su padre había sido empleado del Banco de Inglaterra, un poco tímido e infantil, con extrañas chifladuras que tientan a los aficionados al psicoanálisis.
Su madre, Sarah Wiedemann, escocesa de padre alemán, debió ser mucho más fuerte e imperativa, y marcó también muchos de sus rasgos en el joven Robert, quien, significativamente, dio su nombre Wiedemannm al único hijo varón que tuvo, Robert Wiedemann Barrett.
Un joven romántico y apasionado cuyo ídolo era Shelley, nervioso, idealista y sumamente incapaz para la cosas de la vida práctica. Moreno, de tipo italiano, dicen, guapo según algunos, de irresistible personalidad según casi todos, un poco dandy, y se le recuerda por sus guantes de cabritilla de color limón, detalle que en la época parece llamativo y casi funesto.
Poeta, como ya se ha dicho, pero sus libros, desde Pauline en 1833 hasta Campanillas y granadas en los primero años cuarenta, sin olvidar diversos dramas poéticos no mal acogidos, pero que tampoco despertaron ningún entusiasmo, no le habían hecho famoso; se le acusa de oscuridad, y su Sordello sobre todo pasaba por ser absolutamente incomprensible, desde el primero hasta el último verso.
Los envidiosos y malignos decían de él que era pedante y fatuo, aunque más justa parece la opinión de Chesterton, quien describe al Browning de esta época como <<un hombre impetuoso, de mente privilegiada, inexperto y esencialmente humilde, con una cantidad de ideas superior a su capacidad para desentrañarlas>>.
Había habido varias candidatas al papel de musas inspiradoras, pero todas estas posibilidades se torcieron de un modo y otro, y en 1845 seguía con una fuerte dependencia de su madre y de su hermana Sarianna, dos años menor que él. Para decirlo a la manera de los victorianos, según todos los indicios, Browning no era precisamente un donjuán.
El poeta buscaba un gran amor, un gran misterio, una gran inteligencia, una musa maternal y rendida, sublime y de carne y hueso, y todas estas condiciones debían de ser difíciles de reunir en la Inglaterra de la reina Victoria.
Mitad ángel mitad artista, sin dejar de ser mujer, era pedir mucho. Después de una estancia en Italia, al volver a Londres, Browning adquiere dos volúmenes de los Poems recién aparecidos de Elizabeth Barrett y cree haber hallado lo que buscaba. Talento, sensibilidad, afinidades... (Otros lectores que descubren a la poetisa gracias a este libro son el naciente grupo prerrafaelisa, Carlyle Y Harriet Martneau.)
Aunque en este episodio hay una circunstancia que sería poco honrado callar: a Browning sin duda le gustaron aquellos versos, pero no podía dejar de advertir halagado que contenían una elogiosísima mención de su nombre. En otras palabras, que la admirada poetisa a su vez era admiradora de él.
Robert Browning iba a romper esta distancia abriendo la primera brecha con la mejor de sus armas, la pluma, y el 10 de enero de 1845 escribe una carta a Miss Barrett; carta de poeta a poeta, pero sobre todo de admirador apasionado. Sus versos, sensibilidad... Todo en ella le parecía extraño, misterioso, atractivo. Pero no se contentaba con admirar de lejos, quería conocerla. Ella le responde aquella primera carta halagada, seria hasta al dramatismo y un poco melindrosa.
El poeta buscaba un gran amor, un gran misterio, una gran inteligencia, una musa maternal y rendida, sublime y de carne y hueso, y todas estas condiciones debían de ser difíciles de reunir en la Inglaterra de la reina Victoria.
Mitad ángel mitad artista, sin dejar de ser mujer, era pedir mucho. Después de una estancia en Italia, al volver a Londres, Browning adquiere dos volúmenes de los Poems recién aparecidos de Elizabeth Barrett y cree haber hallado lo que buscaba. Talento, sensibilidad, afinidades... (Otros lectores que descubren a la poetisa gracias a este libro son el naciente grupo prerrafaelisa, Carlyle Y Harriet Martneau.)
Aunque en este episodio hay una circunstancia que sería poco honrado callar: a Browning sin duda le gustaron aquellos versos, pero no podía dejar de advertir halagado que contenían una elogiosísima mención de su nombre. En otras palabras, que la admirada poetisa a su vez era admiradora de él.
Robert Browning iba a romper esta distancia abriendo la primera brecha con la mejor de sus armas, la pluma, y el 10 de enero de 1845 escribe una carta a Miss Barrett; carta de poeta a poeta, pero sobre todo de admirador apasionado. Sus versos, sensibilidad... Todo en ella le parecía extraño, misterioso, atractivo. Pero no se contentaba con admirar de lejos, quería conocerla. Ella le responde aquella primera carta halagada, seria hasta al dramatismo y un poco melindrosa.